MURIÓ EL GENOCIDA MIGUEL ETCHECOLATZ
Miguel Osvaldo Etchecolatz, represor durante la última dictadura en Argentina, murió este sábado a los 93 años, en la clínica Sarmiento de la localidad bonaerense de San Miguel.
Luego de estar algunos días internado en la clínica Estrada, en Merlo, fue trasladado al Sanatorio de San Miguel donde falleció a las 5.30 de este sábado, donde se encontraba con custodia policial.
Guadalupe Godoy, una de las abogadas que formó parte de la querella contra el represor en la causa que investiga la desaparición del albañil Jorge Julio López.
«Condenado por centenares de crímenes de lesa humanidad, a los 93 años, murió el genocida #Etchecolatz que hasta el último día mantuvo el pacto de silencio. Se lleva la verdad sobre el destino de nuetrxs hijxs y nietxs, pero logramos justicia y memoria para sostener el #NuncaMas», dijo la ONG Abuelas de Plaza de Mayo, organización que tiene como objetivo localizar y restituir a sus familias a todos los niños apropiados por la última dictadura, en su cuenta oficial de Twitter.
Condenado por centenares de crímenes de lesa humanidad, a los 93 años, murió el genocida #Etchecolatz que hasta el último día mantuvo el pacto de silencio. Se lleva la verdad sobre el destino de nuetrxs hijxs y nietxs, pero logramos justicia y memoria para sostener el #NuncaMas pic.twitter.com/lbyQu1RiEH
— Abuelas Plaza Mayo (@abuelasdifusion) July 2, 2022
El represor –nacido el 1 de mayo de 1929– estaba alojado en la Unidad 34 de Campo de Mayo desde casi el comienzo de la pandemia. En las últimas semanas, había sido trasladado a la clínica Estrada de la localidad de Merlo e internado en terapia intensiva. El 27 de junio pasado, lo trasladaron al Sanatorio Sarmiento para colocarle un marcapasos, relataron fuentes judiciales. Había recibido un fallo favorable en la Cámara de Casación para volver a su casa, pero no llegó a materializarse.
Entre 1976 y 1979, Etchecolatz estuvo al frente de la Dirección General de Investigaciones de la Policía Bonaerense, la fuerza que comandaba con mano ensangrentada Ramón Camps. Bajo su órbita funcionaron no menos de 20 centros clandestinos de detención, tortura y exterminio y otras tantas maternidades clandestinas, donde las mujeres que estaban secuestradas parían y les eran arrebatados sus hijos o hijas.
En 1979, pidió la baja después de más de tres décadas en la Bonaerense, a la que había ingresado en 1947. Durante unos años le proveyó seguridad a Bunge & Born. En abril de 1986, la justicia tocó a su puerta. Lo detuvieron por orden de la Cámara Federal, que lo terminaría condenando a 23 años de prisión por los crímenes cometidos en la órbita del llamado Circuito Camps en lo que se conoció como la causa 44. Desde la prisión fue uno de los que atizó el alzamiento de Semana Santa. Terminó beneficiado por la propia Corte Suprema y volvió, al tiempo, a la seguridad privada. Así, conoció a su actual esposa, Graciela Carballo.
Durante los años de impunidad, lo persiguieron los escraches que él repelía con amenazas sin ningún miramiento. Cuando unos pibes atinaron a tirarle unos huevos mientras paseaba a su pastor inglés, Etchecolatz no dudó y desenfundó un arma –que después la justicia le creería que era de juguete–. En 1997, en un careo entre ambos en el programa Hora clave que conducía Mariano Grondona, el genocida comparó la tortura con un tratamiento para callos plantares.
Etchecolatz falleció mientras lo juzgaban por los crímenes cometidos en tres centros clandestinos que estaban bajo su órbita – los “Pozos” de Banfield y de Quilmes y el “Infierno” de Avellaneda. En esos campos de concentración estuvieron, entre muchísimos otros, los chicos y las chicas secuestrados en lo que se conoció como la Noche de los Lápices. También estaba en juicio por lo sucedido con los hermanitos Ramírez, tres chicos que fueron sustraídos en 1977 después de presenciar cómo asesinaban a su mamá y pasaron todo tipo de penurias en el Hogar Casa de Belén, de la localidad de Banfield.
Etchecolatz nunca habló: condenó a los desaparecidos a seguir desaparecidos y a sus familiares a seguirlos buscando eternamente. Siguió cometiendo su crimen cada uno de sus días y juró que lo volvería a hacer. El silencio de Etchecolatz es su última miseria; el repudio de gran parte de la sociedad que veía en él el sadismo de los asesinos, la última victoria de aquellos a los que quiso exterminar para siempre.